“Aquel viernes, la tarde del señor Stoyte en la ciudad había resultado extraordinariamente vacua de acontecimientos. Durante la precedente semana no se había producido ningún hecho enojoso. Durante el curso de sus varias entrevistas y reuniones nadie había hecho o dicho cosa alguna que le indujera a perder los estribos. Los informes acerca del estado de los negocios habían sido muy satisfactorios. Los japoneses habían comprado otra centena de millar de barriles de petróleo. El cobre había subido dos centavos. La demanda de bentonita aumentaba a ojos vistas. Verdad era que la aplicación de los créditos bancarios había dejado bastante que desear; pero, en cambio, la epidemia gripal había elevado el rendimiento semanal del panteón hasta una cifra muy por encima de lo corriente.
Todo marchó tan expedito que el señor Stoyte había dado fin a todos sus negocios más de una hora antes de lo que esperara. Encontrándose con tiempo por delante y camino ya de casa, se detuvo en la de su apoderado para enterarse de cómo marchaba la finca. La entrevista duró tan sólo unos minutos; lo bastante, sin embargo, para poner al señor Stoyte hecho una uria y hacerle salir corriendo para el automóvil.
-A casa del señor Propter –ordenó con perentoria ferocidad dando un portazo.
-¿Qué diablos se creía Bill Propter? – se preguntaba con indignación una y otra vez. Meter así las narices en lo que no le importaba. ¡Y todo, por aquellos piojosos haraganes que habían venido a coger la naranja! ¡Todo por aquellos vagabundos, aquellos vagos hediondos y sucios! El señor Stoyte sentía un odio peculiar por las hordas de harapientos temporeros que tan necesarias le eran para la recolección de las cosechas, odio que no era simplemente el desagrado que suele sentir el rico por el pobre. No es que él no experimentara ese complejo mezcla de temor y disgusto físico, de ahogada compasión y vergüenza que la represión transformaba en exasperación crónica. Sí que lo experimentaba. Pero muy por encima de este común y genérico desagrado por los pobres, le movían otro género de aborrecimientos que le eran propios. El señor Stoyte era un hombre rico que había sido pobre. En los seis años que mediaron entre su escapada de la casa de su padre y abuela en Nashville y el momento en que fuera adoptado por la oveja perdida de la familia, su tío Tomás, en California, Jo Stoyte había aprendido, según él mismo imaginaba, todo cuanto había que aprender acerca de la pobreza. Aquellos años le dejaron un inextinguible aborrecimiento por las circunstancias que acompañan a la pobreza, y al mismo tiempo un inextinguible desprecio hacia quienes fueron lo bastante estúpidos, débiles o infortunados para no lograr elevarse de aquel infierno en que habían caído o en que nacieran. Los pobres le eran odiosos, no sólo porque representaban una amenaza a su posición en la sociedad; no sólo porque su mala fortuna demandaba una simpatía que él no se sentía inclinado a dar; sino porque le recordaban lo que él mismo sufriera en el pasado, y al mismo tiempo, porque el que siguieran siendo pobres aun era prueba bastante de su abyección y de la propia superioridad. Y, pues él había sufrido lo que ellos a la sazón sufrían, les estaba bien empleado seguir sufriendo lo que él sufriera. Así también, pues que su continuada pobreza probaba que eran despreciables, le estaba bien a él, que ahora era rico, tratarles en todos sentidos, como las despreciables criaturas que se habían mostrado ser. Tal era la lógica emocional del señor Stoyte. Y he aquí que Bill Propter se oponía ahora a su lógica diciéndole al apoderado que no debía de apoderarse de la superabundancia de trabajo temporero para rebajar los salarios; que por el contrario, debía subirlos... ¡subirlos si es que le parece a usted, en un momento en que aquellos vagos hormigueaban por todo el estado como plaga de langosta! Y no sólo eso; sino que debía construir acomodo para ellos; cabañas como las que aquel chiflado de Bill les había construido él mismo; cabañas de dos habitaciones a seis o setecientos dólares cada una; para vagos semejantes, con aquellas mujeres y aquellas criaturas, tan asquerosas y tan sucias que no los tomaría él en el hospital; es decir, a menos de que se estuvieran muriendo de apendicitis o algo así; entonces no los iba a rechazar, por supuesto. Pero mientras tanto, ¿quién diablos metía a Bill Propter en lo que no le importaba? Y que no era tampoco la primera vez que lo hacía. Deslizándose por entre la penumbra de los naranjales, apuñeaba una y otra vez la palma de la izquierda con la mano derecha.
-¡Voy a decirle lo que se merece! – murmuraba para sí - ¡voy a decirle lo que se merece!”
Fragmento de “Viejo Muere el Cisne”, de Aldous Huxley. Capítulo X. 1939.