19 may 2015

Reflexiones sobre el gas pimienta y el reflejo sin espejo

Hay argumentos que son tan débiles que con sólo razonar un poquito podemos desacreditarlos.

Uno de ellos es decir, a la ligera, que "el fútbol es el reflejo de la sociedad". Nada más incierto. Admito que lo he pensado y repetido en varias oportunidades. Pero luego lo he descartado como pensamiento, porque después del impulso, tiene que llegar el razonamiento y las neuronas tienen que laburar un poco.

Lo que pasa en las canchas de fútbol no es el reflejo de la sociedad. Ni siquiera de una mayor parte de la sociedad.

Pensar lo contrario, equivale a concluir en que si uno va al Teatro Colón y el concierto se desarrolla en paz, puede determinar que lo que pasa en el Teatro Colón es el reflejo de la sociedad. Entonces, todos caminaríamos por la calle con andar elegante y vestidos de gala.

Sin llegar tan al extremo, vayamos al ejemplo de los recitales: la gran mayoría se desarrolla en paz. Sin incidentes, si agresiones, respetando al otro, etc. ¿Son los recitales el reflejo de la sociedad? Claramente no, porque cuando vas a cruzar la calle y el auto te quiere pasar por encima, te das cuenta de que no existe una relación directa entre lo que sucede en la fila de un recital, donde un tipo te admite y el día a día.

Ningún espectáculo al que concurren unas cuantas miles de personas puede indicarnos el estado de la totalidad de la sociedad, más allá de que tenga una publicidad tal que nos haga sentir parte a todos.

Los argumentos más débiles y fáciles de refutar son los extremos. Los que por un lado defienden cualquier hecho que suceda en la cancha, a costa del "aguante", de "los colores", pensando que asistir a un estadio de fútbol implica participar de ciertos incidentes, ejerciendo o avalando conductas agresivas contra deportistas e hinchas rivales, justificando que porque un equipo desciende de categoría los asistentes cuentan con aval para destruir un estadio, o que porque el árbitro dirigió mal hace una semana o porque la dirigencia manejó mal el tema de las entradas podemos echarle un gas al deportista que tiene otra camiseta para dañarlo (aunque hay que recordarles, por si su ceguera es demasiado intensa, que también se trata de una persona, aunque tenga puesta la camiseta del rival).

En general, piensan en caliente y automáticamente se sienten atacados por todo aquél que critica su comportamiento. Esto los lleva a insultar y agredir a toda persona que se encuentre fuera de ese selecto grupo. Pero en realidad se sienten -y son- atacados porque, del otro lado, se generaliza el comportamiento de un grupo con el que sienten pertenencia. Notemos que el comentario más impulsivo e irracional que se esboza es el de negar la validez de la opinión de la persona que no estuvo en el lugar de los hechos. Aún cuando quien estuvo en el lugar de los hechos se encontraba a 70 metros de lo acontecido cree tener más fundamentos para opinar que quien se enteró de lo sucedido a través de una filmación.

Estos tipos muchas veces, alentados por el anonimato (ya no tan presente como en otras épocas) y la masividad, ejercen conductas aberrantes, miserables, bajezas de nivel inhumano, como escupir a los rivales, correr hasta un sector para desempolvar una lista interminable de insultos contra un tipo al que ni siquiera conocen y solamente ven jugar al fútbol, quedarse esperando durante media hora, con su hijo en brazos, a que salga un deportista rival, para arrojarle una botella de agua desde unos cuántos metros y ver si le puede pegar en la cabeza. Y si sangra, mejor.

Después están los que optan por ser facilistas pero a la inversa: directamente piensan que a la cancha concurre exclusivamente gente con malas intenciones. Es el que cree que los 50 o 60 mil tipos que se encontraban el jueves en la Bombonera hubieran arrojado el gas a los jugadores. Para esta gente, el hecho de ingresar en una cancha de fútbol te convierte automáticamente en un delincuente, así seas el jefe de la barrabrava o un tipo que va a ver cómo once tipos juegan contra otros once y se queda tranquilito en un rincón.
Suelen afirmar categóricamente que la gente conflictiva proviene de estratos sociales relegados o marginales y que todos se encuentran en un mismo estadio con fines delictivos. Algunos, hasta con ingenuidad, tildan a los barrabravas de marginales. A esos mismos tipos que llegan a la cancha en 4x4 y manejan millones y millones de pesos.
También apuntan con su dedo índice a las clases bajas, mientras señalan a un pibe que junto con otros diez tarados más -porque sólos son cobardes- le roba la camiseta o una bandera a un desprevenido que pasó por donde estaban ellos, sin saber que ese muchacho que se hace el vivo para quedar como un héroe frente a ese grupo al que pertenece es bancado por sus padres millonarios y vive en la zona norte de la Provincia de Buenos Aires. Sus mismos padres lo cagarían a patadas en el culo si supieran lo que hizo.

Entre estos dos extremos, se encuentra la gente coherente y que hace un esfuerzo por pensar. Que toma el fútbol como un deporte y no como una guerra. Que no da la vida por un equipo de fútbol. Es muy común escuchar que es positivo "dar la vida por los colores". Me pregunto dos cosas. En primer lugar, quién puede ser tan estúpido como para dar la vida por "los colores". Como seguramente seré atacado por este primer interrogante por aquellos que levantarán la mano diciendo "¡yo doy la vida por los colores!", incluyo uno adicional: ¿quién realmente está dispuesto a "dar la vida por los colores" y quién lo utiliza a modo de eufemismo? Porque ahí radica el problema. Cuando nos empezamos a tomar demasiado en serio un partido de fútbol, pasamos a odiar al otro por su condición de hincha del equipo rival (enseñanzas de Alejandro Dolina). Ya no sentimos la rivalidad durante los noventa minutos que dura el encuentro futbolístico sino que ese odio se traslada a la vida diaria, y crece sin parar. Es más, el partido pasa a un segundo plano y prevalece el odio por sobre la competencia deportiva.

Cuando una persona canta que hay que matar al hincha rival -más allá de que hasta el mero cántico pueda resultar criticable-, guiado por otros 50 mil tipos que cantan lo mismo y lo arengan, pero sale de la cancha y se come un asado con su amigo que es hincha del eterno rival, no pasa nada. Eso es rivalidad, no odio. Es entender el juego. La rivalidad termina con el partido.

En cambio, cuando el que sale de la cancha, conserva e incrementa su odio a cada paso, no solamente refleja que su vida es una porquería y que se trata de una persona miserable (en todas las acepciones que Victor Hugo podría asignarle al término), sino que se convierte en un estúpido, y lo que es peor, en un tipo peligroso que está convencido de que realmente está legitimado para matar a otro porque tiene puesta la camiseta de River o de Boca.

Es el que suele gritar a los cuatro vientos que "nadie entiende lo que a él le pasa". Luego se suman otros para decirle que sí lo entienden porque están tan enfermos como él. La respuesta es que afortunadamente no entendemos lo que le pasa. ¡Gracias a que pensamos no entendemos lo que le pasa! Y agrego algo más: ¡ojalá nunca, demasiadas personas, entiendan lo que le pasa! Porque si "eso que le pasa" es ir a alentar a su equipo a la cancha, no hay problema. Pero si "eso que le pasa" implica la justificación de agredir a otra persona por ser de otro equipo, agradecidos nosotros de no entender ni avalar su estupidez.

Para concluir, ¿cuál es el problema? El problema son los que no pertenecen a estos extremos pero se comportan como si pertenecieran, y avalan tanto a unos como a los otros. Porque ese apoyo les otorga una entidad que no deberían revestir. Y esa entidad que generan, muchas veces los lleva a creer que realmente tienen razón, y que sus argumentos débiles y enfermos son los que deben primar en nuestro día a día.

El fútbol no es el reflejo de la sociedad, pero es nuestro deber impedir que el comportamiento de los extremistas se transforme en el habitual de nuestra sociedad.