El primer corazón lo encontró pintado en la pared del frente de su casa.
En su interior, entre firuletes, se leía “Carlos y Amelia”. Aunque se llamaba Carlos no se dio por aludido, pues no conocía ninguna Amelia.
El segundo lo impresionó un poco más. Estaba dibujado a dedo limpio en la vidriera del bar “Tío Fritz.”
Al tercer corazón comprendió que el asunto lo concernía. Se le apareció de repente al despegar del ropero una foto de Laura Hidalgo.
Después empezó a encontrar corazones por todas partes: en el baño de la cancha de Vélez, detrás del almanaque de una tintorería, en un cuaderno viejo y en un árbol de la plaza a una altura impracticable para cualquier enamorado.
No le costó nada sospechar algo prodigioso. Ninguno de sus amigos tenia ingenio ni tesón para una broma semejante.
El último corazón se presento en un barrilete que acababa de arriar y que carecía de toda inscripción al ser remontado. Lo habían dibujado en el cielo.
Días más tarde, Carlos conoció a Amelia. Era hermosa, pero triste y fría.
Ahorraremos trámites literarios si decimos que se enamoró de ella. Averiguó dónde vivía, fingió encuentros casuales, trató de interesarla de cien diferentes maneras. Finalmente le confesó su amor, suplicó, se humilló, pero la mujer no le prestó atención.
No debe haber existido jamás un rechazo tan inapelable como aquél.
Después ya no aparecieron nuevos corazones. Carlos no vio a Amelia nunca más, pero por su culpa envejeció sin amores.
Un día supo por una bruja que el Ángel Gris prepara estos sucesos para que algunos privilegiados vivan la rara experiencia del amor imposible.
Y una tarde, paseando frente a la casa abandonada de la mujer terca, descubrió la borrosa sombra de un corazón pintado bajo la ventana.
Entre firuletes se leía “Amelia y Ernesto.”
Carlos y Amelia
Autor: Alejandro Dolina
Fragmento de su libro "Crónicas del Ángel Gris", Capítulo 5.