Hay aventuras que no admiten repeticiones, ni imitaciones baratas.
Son aquellas que - en palabras del Negro Dolina - mejoran el alma de quien las vive.
Es de noche y escuchás un disco, entonces llegan a tu mente de la mano de esa tapa verde, con un toque amarillento. También sucede cuando tropezás con recuerdos de hace unos años, antiguos pero no por ello desgastados. O al ver un libro, un trozo de papel, una calcomanía, la entrada de un concierto, o una remera... Asimismo, ello ocurre cuando llega esa canción particular. Te ubicás en un tiempo y un espacio que hoy no existen, para rememorar...
En ese momento, decidís sincerarte con tu alma y admitir que no hacías más que ir tras el recuerdo de aquella aventura, intentando engañarte, como para sentir que desembocaste en el mismo, cuando en realidad corrías tras él. Es que ni siquiera uno mismo, en ciertas oportunidades, quiere admitir que, de vez en cuando, es necesario sumirse en esta actividad particular.
Y es un recuerdo porque, lógicamente, ya pasó. Tuvo su comienzo, su desenlace y su final. Es por eso que nos aferramos a determinadas aventuras. Porque contaron con el factor determinante de la finalización. Sin finales no existen las añoranzas. Podrán ser tristes o alegres, pero deben ser concluyentes. Lo que no termina no se recuerda, sino que se vive. ¿Pero es más fuerte vivir que recodar?
Dudo que goce de más felicidad quien vive una historia eternamente. Prefiero comulgar con quienes recuerdan por las noches. Con los que tal vez olvidan recordar algo, pero no dejan de lado aquello que simulan, a sí mismos, haber olvidado.
Medimos la vida con la vara del tiempo. Entendemos al tiempo de manera utilitaria, como una medida necesaria a efectos de comprender cuándo se gana o se pierde dinero, o el mismo tiempo, el cual a su vez entendemos como monetario. Algo así nos dice Sábato en una de sus obras.
Prefiero seguirlo, mostrarme de acuerdo con él y valorar lo efímero. Pero lo efímero en los hechos. Lo que dura poco, si tenemos en cuenta las horas de duración de la aventura y las comparamos con las horas que llevamos en la tierra. Esa aventura se torna imposible de medir cuando tratamos de comprender cuánto tiempo lleva en nuestra alma, en nuestro cuerpo y en nuestra mente.
Esto es lo que nos hace dudar de su verdadera duración. ¿Será que, independientemente de lo que suceda días, meses e incluso años después de la aventura, ese ápice de esperanza de que se repita algo de la misma magnitud nos enloquece?
Y en ese momento, pensamos. Recordamos con una precisión suiza que nos asombra a nosotros mismos. Somos conscientes de que nunca volverá a suceder. Podrán venir nuevas historias, pero afortunadamente, la aventura preferida de nuestras vidas seguirá gozando de un primer puesto en el podio que se encuentra a años luz del segundo lugar.
Pero posteriormente, la ilusión vuelve a nacer. Este procedimiento puede repetirse cientos y miles de veces. Cuanto más se repita, más felices podremos ser.
Qué grato es recordar, mientras contemos con un café, la protección de la noche y una buena obra musical.
Y ya es mañana...