“-¿Eres tu éste?- preguntó Armanda señalando a mi nombre-. Pues te has proporcionado serios adversarios, Harry... ¿Te molesta esto?
Leí algunas líneas; era lo de siempre; desde hace años cada una de estas frases difamatorias estereotipadas me era conocida hasta la saciedad.
-No –dije-; no me molesta; estoy acostumbrado a ello hace muchísimo tiempo. Un par de veces he expresado la opinión de que todo pueblo y hasta todo hombre aislado, en vez de sonar con mentidas <
> políticas, debía reflexionar dentro de sí, y saber hasta qué punto él mismo, por errores, negligencias y malos hábitos, tiene parte también en la guerra y en todos los demás males del mundo; éste acaso sea el único camino de evitar la próxima guerra. Esto no me lo perdonan, pues es natural que ellos mismos se crean perfectamente inocentes: el Káiser, los generales, los grandes industriales, los políticos, los periódicos, nadie tiene que echarse en cara lo más mínimo, nadie tiene ninguna clase de culpa. Se diría que todo estaba magníficamente en el mundo..., sólo que dentro de la tierra yacen una docena de millones de hombres asesinados. Y mira, Armanda, aun cuando estos artículos difamatorios ya no puedan molestarme, alguna vez no dejan de entristecerme. Las dos terceras partes de mis compatriotas leen esta clase de periódicos, leen todas las mañanas y todas las noches estos ecos, son trabajados, exhortados, excitados, los van haciendo descontentos y malvados, y el objetivo y fin de todo eso es otra vez, la guerra próxima que se acerca, que será aún más horrorosa que lo ha sido esta última. Todo esto es claro y sencillo; todo hombre podría comprenderlo, podría llegar a la misma conclusión con una sola hora de meditación. Pero ninguno quiere eso, ninguno quiere evitar la guerra próxima, ninguno quiere ahorrarse a sí mismo y a sus hijos la próxima matanza de millones de seres, si no puede tenerlo más barato. Meditar una hora, entrar un rato dentro de sí e inquirir hasta qué punto tiene una parte y es corresponsable en el desorden y en la maldad del mundo; mira, eso no lo quiere nadie. Y así seguirá todo, y la próxima guerra se prepara con ardor día tras día por muchos miles de hombres. Esto, desde que lo sé me ha paralizado y me ha llevado a la desesperación, ya que para mí no hay <> ni ideales, todo eso no es más que escenario para los señores que preparan la próxima carnicería. No sirve para nada pensar, ni decir, ni escribir nada humano, no tiene sentido dar vueltas a buenas ideas dentro de la cabeza; para dos o tres hombres que hacen esto, hay día por día miles de periódicos, revistas, discursos, sesiones públicas y secretas, que aspiran a lo contrario y lo consiguen.
Armanda había escuchado con interés.
-Sí, dijo al fin-, tienes razón. Es evidente que volverá a haber guerra, no hace falta leer periódicos para saberlo. Por ello es natural que esté uno triste; pero esto no tiene valor alguno. Es exactamente lo mismo que si estuviéramos tristes porque, a pesar de todo lo que hagamos en contra, un día indefectiblemente hemos de morir.
La lucha contra la muerte, querido Harry, es siempre una cosa hermosa, noble, digna y sublime: por lo tanto, también la lucha contra la guerra. Pero no deja de ser en todo caso una quijotada sin esperanza.
-Posiblemente sea verdad –exclamé violento-, pero con tales verdades como la de que todos tenemos que morir en plazo breve y, por tanto, que todo es igual y nada merece la pena, con eso se hace una la vida superficial y tonta. ¿Es que hemos de prescindir de todo, de renunciar a todo espíritu, a todo afán, a toda humanidad, dejar que sigan triunfando la ambición y el dinero y aguardar, la próxima movilización tomando un vaso de cerveza?
Extraordinaria fue la mirada que me dirigió Armanda, una mirada llena de complacencia, de burla y picardía y de camaradería, y al mismo tiempo tan llena de gravedad, de ciencia y de seriedad insondable.
-Esto no lo harás –dijo maternalmente-. Tu vida no ha de ser superficial y tonta, sólo porque sepas que tu lucha ha de ser estéril. Es mucho más superficial, Harry, que luchas por algo bueno e ideal y creas que has de conseguirlo. ¿Es que los ideales están ahí para que los alcancemos? ¿Vivimos nosotros los hombres para suprimir la muerte? No; vivimos para temerla, y luego, para amarla, y precisamente por ella se enciende el poquito de vida alguna vez de modo tan bello durante una hora. Eres un niño, Harry. Sé dócil ahora y vente conmigo, tenemos mucho que hacer. Hoy no he de volver a ocuparme de la guerra y de los periódicos. ¿Y tu?
Fragmento de "El Lobo Estepario", de Hermann Hesse. Año 1927.