31 dic 2009

The Beatles

Ayer descubrí otra razón para admirarlos.

Tengo que admitirlo, atravieso una etapa de mi vida en la que los Beatles se vuelven imprescindibles.

Conversando con la maravillosa y divertida Agustina Fuentes, notamos que nos pasa lo mismo:

Al escuchar determinadas canciones, nuestras mentes ven a una persona amada, que en realidad, no existe, no está, no es materia. Pero a la vez, se presenta de alguna manera o forma.

A través de su respuesta, sabia y sagaz como siempre, me transmitió el siguiente mensaje: "es que los amamos a ellos, ellos son los que despiertan tal sentimiento, es por ellos que amamos a ese 'alguien' que no existe".

¡¡Cuánta razón tiene!!

Qué lindo es descubrir a las personas y poder dejarse inundar con sus sentimientos, amor y sabiduría.

Por eso, le dedico este humilde escrito, a modo de pequeño agradecimiento...




Blackbird singing in the dead of night....
Take these broken wings and learn to fly...


29 dic 2009

Funes, el memorioso

Todavía recuerdo aquella charla con mi profesora de lengua del colegio secundario. Pasaron unos tres años, no demasiado tiempo. El tema de la tertulia, fue la problemática del sistema educativo en nuestro país, que continúa y se profundiza hoy en día. En un momento, ella dijo "el problema es que si seguimos así, todos van a estudiar como si fueran Funes, el memorioso". Sin miedo de pecar de ignorante, le pregunté a quién se refería. Su respuesta fue: "Es un cuento de Borges, leanlo y se van a dar cuenta de lo interesante que es".

De más está decir, que seguí su consejo. A veces no es necesario un libro de 500 páginas para mostrarnos que las cosas pueden verse de otra manera.

Este blog es para respirar, la idea es que los visitantes puedan tomarse un rato para inhalar aire puro.

Me gustaría que todos aquellos que desconocen el cuento, y estén interesados en descubrirlo, puedan regalarme cinco minutos de su vida para leer el maravilloso cuento de Jorge Luis Borges.

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


FUNES EL MEMORIOSO
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)

LO RECUERDO (YO no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.


1942

28 dic 2009

It's Easy...


Love... Love... Love...



There's nothing you can do that can't be done.



Nothing you can sing that can't be sung.




Nothing you can say but you can learn how to play the game





It's easy.



There's nothing you can make that can't be made.




No one you can save that can't be saved.




Nothing you can do but you can learn how to be you in time.





It's easy...







27 dic 2009

Ira. Tristeza


No esperen ver en este blog, entradas que arrojen sufrimientos cotidianos desde una terraza, hacia la vereda, con el objeto de que los que pasen caminando me griten "arriba viejo, podés continuar".


Afortunadamente, hoy, no tengo motivos para hacerlo. Si los tuviera, tampoco lo haría.

Pero mientras veo "The Kids Are Alright" (comienza "Tommy Can You Hear Me?" y ¡¡Grito!!), aún mantengo la ira acumulada producto de haber escuchado Quadrophenia (todavía recuerdo esas caminatas con la tía, siendo un purrete, por "La Mula", disquería destruída por la piratería, en busca del original), Tommy, Who's Next.... (Fue una semana en la que The Who me acompañó demasiado) descubro el concepto de la IRA y de la TRISTEZA.



Como dijimos una vez con Nico, al borde de la explosión: "Teníamos la entrada en nuestras manos, decía The Who, los íbamos a ver".

¡¡Y CANCELARON EL SHOW!!



Elizabeth, ¿Podés dar fe de esto verdad?

Por suerte, más de una veintena de mágicas noches mantienen el nivel recomendado, por el Dr. Jimmy, de "corcheas en sangre".

Aprovecho el momento para saludarte, colega recitalera:

FELIZ CUMPLEAÑOS QUERIDA TÍA. Gracias por tantos momentos, influencias, tesoros, libros, revistas, casettes y cds que me permitiste robarte sin el menor escrúpulo.

Las anécdotas nos llevan al "hurto más grande de la historia" cuando te devolví Quadrophenia con dos cds de la Playstation adentro.

Tus obras adornan este escrito.

25 dic 2009

Deep Purple - In Rock




Otro de mis tesoros.
De los más antiguos.


¿Cómo escucharlo sin enloquecer?


El corazón de Deep Purple.


IN ROCK

24 dic 2009

Animals





Pigs on the wing 1 (Waters)
Dogs (Waters, Gilmour)
Pigs (Three Different Ones) (Waters)
Sheep (Waters)
Pigs on the wing 2 (Waters)




Uno de los grandes placeres de todos mis días...

21 dic 2009



"Creo que quien ha disfrutado con los sublimes placeres de la música, deberá ser eternamente adicto a este arte supremo, y jamás renegará de él".




Richard Wagner
Decir que para cada momento existe una banda, una canción, un estilo musical... Resulta una obviedad.

¡¡Pero qué preciosa que resulta tal obviedad!!

Mi día empezó con el pequeño Tommy, a todo volumen... Cantando, con felicidad...

Tommy can you hear me?

¿Qué mortal puede escuchar tal opera rock sin dar alaridos a cada segundo?

Y para continuar con un día musical, bajo el sol, with a little help from my friends, tocando durante las horas de un domingo que podría resultar muerto si no los tuviera a ellos, al complemento de mi vida...

Una vez más, la música es ese bar imaginario que nos reúne noche tras noche....

Led Zeppelin, The Doors... Lost classic performances... La génesis de lo que vino después... Se entrelazan The Who (ya con sus miembros avanzados en edad y sin Keith en la batería, en el mítico Royal Albert Hall, con el solo de John que atraviesa mi cerebro) y Jeff Beck. Éste último me transporta a la intimidad del Ronnie's Club...

De pronto Eric irrumpe, para sumarse a esa magistral demostración de talento... Jimmy Page aplaude desde su asiento, al lado de Robert Plant... Están todos. Hay para todos los gustos. Los cimientos del rock que más me gusta... Juntos, riendo, agasajándonos...

Entrada la madrugada, ¿Qué mejor que una tanda de blues y una cerveza para acompañar?... Eric Clapton vuelve a deslumbrarme con su Unplugged...

Before you accuse me... Take a look at yourself....

La frase que se ha convertido en un lema para mi vida...

A day in the life... Pasaron bandas, estilos, acordes, notas... Inspiraciones......

There's a time to live....



El día termina. La felicidad es suprema.... Nuevas sensaciones que mañana serán recuerdos..... El recuerdo de la cara de un amigo, disfrutando mientras golpea con fuerza su batería y nos hace vibrar... Feliz por nuestra presencia... Invocando a Hendrix... Todos somos parte de esto...



















I don't wanna leave her now...

18 dic 2009

El Rey Lloró



Recuerdo una vez
en un viejo país
un rey a un noble campesino
le habló.

Le dijo te ofrezco
lujos y placeres
si tú me enseñas
a vivir feliz.

El humilde hombre
le dijo no puedo
no puedo enseñarte
yo a vivir feliz,
tú con tu dinero,
lujos y placeres
jamás ya podrás vivir feliz
El rey lloró
y le contó su dolor.
El rey lloró
y le contó su dolor.


14 dic 2009

Wish You Were Here












Momentos de la vida,
en los que sobran las palabras.




How I wish....




How I wish you were here...

8 dic 2009

Decir que somos seres humanos, y que eso nos distingue del resto, por nuestra capacidad de comunicación y raciocinio resulta una verdad enciclopédica, que hoy en día parecer estar dejándose de lado.

No interesa hablar. Hablar estár prohibido. Cruzar miradas "está mal". Reirse es perjudicial para la salud.

La premisa dice que debemos ser seres ofuscados, esperando que termine un día más de nuestras miserables vidas.

Afortunadamente, muchos podemos dar nuestros pasos sin caer en eso.

Suena "turn, turn, turn" de The Byds, de un blog ajeno, de un sujeto quién no vi jamás, ni al que seguramente conoceré, pero saber que compartimos determinadas cosas con el otro, es lo que nos hace felices...

Desde escuchar un tema de los Beatles sonando por la calle, hasta ver una remera de Hendrix, Purple, Zeppelin o del loquísimo Ozzy Osbourne... Esas pequeñas demostraciones de idolatría, son las que alegran nuestros días. Siempre y cuando estemos abiertos a dejarlas pasar.

Una canción, alguna que otra voz, el sonido de una guitarra... Cosas que pueden cambiar nuestros días, traer el insostenible recuerdo de aquella persona a la que no volvimos a ver o simplemente impulsarnos a sonreir, a caminar felices por cualquier parte, entre otros sentimientos posibles. Así estemos trabajando o haciendo algo que, en realidad, no tengamos ganas de realizar...

Esa es la magia que nos otorga la música, mezclada con la comunicación, con la capacidad de querer mostrarle al otro nuestro parecer, lo que sentimos, nuestros gustos, nuestras ideas...

5 dic 2009

Ana no duerme. Nosotros tampoco.


Si algo aprendí de los recitales, es que no se puede transmitir lo que uno vivió.

Por lo tanto, un "gracias Flaco" por la noche histórica de ayer, por la innumerable cantidad de músicos invitados, por juntar a Pescado Rabioso, Almendra e Invisible. Por dejarme disfrutar del genial Javier Malosetti y de la voz de David Lebón (entre otros).

Y por las cinco horas de música.