"Deténganse a pensar un poco y se van a dar cuenta de que la mayoría de
las discusiones tienen lugar porque las personas no saben sobre qué están
discutiendo".
Con esta frase concluía el Dr. San Millán
la cursada de la materia "Sociedades Civiles y Comerciales" en la
Facultad de Derecho, algunos meses atrás. He tomado a la misma como una moraleja.
Fue uno de esos momentos en los que uno siente que siempre pensó en algo, pero
que era necesario que una persona con un saber superior lo introdujera
en un paquete para bajarlo a la realidad y así poder asimilarlo.
Un domingo a la noche, momento en el que
según el Negro Dolina uno se da cuenta de que el milagro que prometía el fin de
semana no se ha realizado, me permito redactar unas humildes líneas acerca de
este tema para poder compartirlo con quienes dedican una pequeña parte de su
tiempo para leer mi blog, agradeciéndoles de antemano.
Se me ocurre relacionar la frase que
utilicé como introducción con el menosprecio por el lenguaje, por creer que
ambas temáticas caminan tomadas de la mano, que una conduce a la otra. Nos
encontramos viviendo una época en la que constantemente el Gran Hermano - así
llamo a las fuerzas que nos guían a través de la opresión - nos alienta a que
todo lo consigamos con inmediatez. No importa el resultado, es menester que logremos
un objetivo de manera expedita. Entonces, debatir pasa a ser aburrido, a
carecer de sentido. Incluso algunos piensan que no vale la pena tomarse siquiera diez
minutos para llevar adelante un intercambio de ideas. Al mismo tiempo, tampoco
prima una necesidad, un imperativo moral, una fuerza interna - o como más les
guste llamarlo - en gran parte de las personas que las impulse a "hablar
bien". Y esto no implica convertirse en un elitista del lenguaje, sino
simplemente responder a esa corazonada que tenemos quienes nos esforzamos por
lograr que lo que hallamos girando en nuestras mentes se vea reflejado en
palabras, mediando el mayor grado de identidad posible entre esto y aquello.
Así, quienes no creen que realizar
este ejercicio tenga importancia, son más propensos a caer en las garras de la intolerancia,
porque sin ideas claras en sus cabezas, apuntarán a conseguir resultados, sin
antes haberse detenido a pensar en qué fue y es aquello que quisieron lograr.
Esto que podría parecer una simpleza, en
muchas ocasiones es la causa del final de viejas amistades, matrimonios,
noviazgos, lazos de familia, o cualquier otra relación social entablada.
Se me ocurre dedicarle unas líneas, porque
con el florecimiento de las redes sociales, que a esta altura ya se muestran
como una revolución en la comunicación social equivalente – según mi humilde
saber y entender – a la creación de la radio, la televisión o la computadora,
esta tendencia a decir mucho en unos pocos caracteres parece profundizarse.
Es enriquecedor encontrarse con extensos
debates en las redes sociales, pero es condición sine qua non que los
protagonistas de la contienda se hayan tomado el tiempo necesario antes de
haber volcado esas palabras en sus espacios, porque de lo contrario solamente
descubriremos que la intolerancia y el afán por lo inmediato han triunfado
nuevamente, quedando plasmada su victoria en agresiones duras e hirientes que a diario podemos observar, tanto a través de internet, como en la vía pública.
Por eso, intentemos dejar de buscar conclusiones
magníficas en un intercambio de mensajes de ciento cincuenta caracteres contra
otros cien. Volvamos a otorgarle más tiempo y a darle más lugar al precioso ejercicio de
poner en marcha nuestro raciocinio, que es lo único – jamás debemos olvidarlo –
que nos diferencia de los animales.
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