"Señor Pablo –le dije; iba jugando con un bastoncito delgado, negro y con adornos de plata- Usted es amigo de Armanda; este es el motivo por el cual yo me intereso por usted. Pero he de decir que usted no me hace la conversación precisamente fácil. Muchas veces he intentado hablar con usted de música; me hubiera gustado oír su opinión, sus contradicciones, su juicio, pero usted ha desdeñado darme siquiera la más pequeña respuesta.
Me miró riendo cordialmente, y en esta ocasión no me dejó a deber la contestación, sino que dijo con toda tranquilidad.
-¿Ve usted? A mi juicio no sirve de nada hablar de música. Yo no hablo nunca de música. ¿Qué hubiese podido responder yo a sus palabras tan inteligentes y apropiadas? Usted tenía tanta razón en todo lo que decía... Pero vea usted, yo soy músico y no erudito, y no creo que en música el tener razón tenga el menor valor. En música no se trata de que uno tenga razón, de que se tenga gusto y educación y todas esas cosas.
- Bueno: pero, entonces, ¿de qué se trata?
-Se trata de hacer música, señor Haller, de hacer música tan bien, tanta y tan intensiva, como sea posible. Así es, monsieur. Si yo tengo en la cabeza todas las obras de Bach y de Haydn y sé decir sobre ellas las cosas más juiciosas, con ello no se hace un servicio a nadie. Pero si yo tomo mi tubo y toco un shimmy de moda, lo mismo da que sea bueno o malo, ha de alegrar sin duda y a la gente se les mete en las piernas y en la sangre. De esto se trata nada más. Fíjese usted en un salón de baile y en las caras en el momento en que se desata la música después de un largo descanso; ¡cómo brillan entonces los ojos, se ponen a temblar las piernas, empiezan a repir los rostros! Para eso se toca la música.
- Correcto, señor Pablo. Pero no hay sólo música sensual, la hay espiritual. No hay sólo aquella que toca precisamente para el momento, sino también música inmortal, que continúa viviendo, aun cuando no se toque. Cualquiera puede estar solo tendido en su cama y despertar en sus pensamientos una melodía de La Flauta encantada o de la Pasión de San Mateo; entonces se produce la música sin que nadie sople en una flauta ni rasque en un violín.
- Conforme, señor Haller. También el Yearning y el Valencia son reproducidos calladamente todas las noches por personas solitarias y soñadoras; hasta la más pobre mecanógrafa en su oficina tiene en la cabeza el último onestep y teclea en las letras llevando su compás. Usted tiene razón, todos estos seres solitarios, yo les concedo a todos la música muda, sea el Yearning o La Flauta encantada o el Valencia. Pero ¿de dónde han sacado, sin embargo, estos hombres su música solitaria y silenciosa? La toman de nosotros, de los músicos. Antes hay que tocarla y escucharla y tiene que entrar en la sangre, para luego poder uno en su casa pensar en ella en su cámara y soñar con ella.
- De acuerdo –dije secamente-. Sin embargo, no es posible colocar en un mismo plano a Mozart y al último fox-trot. Y no es lo mismo que tyoque usted a la gente música divina y eterna, que barata música del día.
Al percibir Pablo la excitación en mi voz, puso en seguida su rostro más delicioso, me pasó la mano por el brazo, acariciándome, y dio a su voz una dulzura asombrosa.
-¡Ah!, caro señor; con los planos puede que tenga usted razón por completo. Yo no tengo ciertamente nada en contra de que usted coloque a Mozart y a Haydn y al Valencia en el plano que usted guste. A mí me es enteramente lo mismo; yo no soy quien ha de decidir en esto de los planos, a mí no han de preguntarme sobre el particular. A Mozart quizá lo toquen todavía dentro de cien años, y el Valencia acaso dentro de dos ya no se toque; creo que esto se lo podemos dejar tranquilamente al buen Dios, que es justo y tiene en su mano la duración de la vida de todos nosotros y la de todos los valses y todos los foxtrots y hará seguramente lo más correcto. Pero nosotros los músicos tenemos que hacer lo mismo, lo que constituye nuestro deber y nuestra obligación; hemos de tocar tan bien, tan bella y persuasivamente como sea posible."
Fragmento de "El lobo estepario", de Hermann Hesse, publicado en 1927.